LA REALIDAD POLÍTICA DE AMÉRICA LATINA
Óscar Arias Sánchez
Ex Presidente de Costa Rica
Cátedra de América Latina
Universidad Pontificia Comillas / ICADE
Madrid, España
13 de abril de 2015
Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón; estimados Rector Magnífico don Julio Martínez, Doctor Enrique Iglesias; distinguidas autoridades; amigas y amigos:
¡Dichoso el peregrino cuya ruta conduce a la casa de un viejo amigo! ¡Dichoso el viajero que, cubierto por el polvo del camino, reconoce los trazos de la calle tantas veces recorrida, los faroles que iluminan el umbral que lo espera, el aldabón que convoca a la puerta al compañero de luchas y el abrazo fraterno que lo invita a ocupar un espacio junto a la hoguera!
Vuelvo a España como tantas veces en el pasado, como el caminante que anhela la espléndida hospitalidad de un amigo que los años han convertido en hermano. Aquí he vivido días de maravillosa dicha y recompensa. He vivido también momentos de angustia y desazón. Pero nunca he sido víctima de la apatía o de la indiferencia. Desde el improbable proyecto de la paz en Centroamérica, al que España se unió con entusiasmo joven e idealista, hasta las más recientes cruzadas por la consolidación democrática en América Latina, la protección de los derechos humanos y el control del comercio global de armas, España ha sido siempre un aliado sincero de las causas del pueblo de Costa Rica, que son las causas a las que he dedicado mi vida.
Una conversación entre amigos, luego de una temporada sin verse, inicia siempre con un recuento. Lo primero es contarse qué hay de nuevo, qué ha pasado desde la última visita. Y ese recuento lleva, inevitablemente, a la más importante y delicada tarea de reflexionar sobre el estado general de las cosas – la discusión sobre cómo estamos, más allá de lo que nos ha ocurrido. Hoy quisiera dividir mi intervención de esa manera: refiriéndome primero a algunos acontecimientos recientes en América Latina y pasando luego a una conversación de mayor perspectiva, sobre el rumbo general que denota la región.
No es mi intención soslayar la importancia de eventos particulares en cualesquiera países de América Latina: de la terrible situación de inseguridad en algunas partes de México; de los escándalos políticos que sacuden a los gobiernos de Argentina, Chile y Brasil; de la inestabilidad social que experimentan ciertas regiones andinas; del naufragio político y humanitario que atormenta al pueblo de Haití. Sin embargo, esta noche quiero enfocarme en cuatro acontecimientos recientes que constituyen, en mi opinión, cambios sustanciales que alteran el balance de poder regional, inciden en la agenda del hemisferio y demandan la atención de quien se encuentre interesado en el futuro latinoamericano. Me refiero a los acontecimientos en Cuba, en Colombia, en Centroamérica y en Venezuela.
El histórico anuncio del acercamiento entre los gobiernos de Cuba y los Estados Unidos, el pasado mes de diciembre, tendrá efectos que se sentirán más allá de los confines de la pequeña isla caribeña. El proceso será largo y encumbrado. Es improbable que observemos un levantamiento del embargo en el corto plazo, pero el relajamiento de las restricciones relativas al turismo y la inversión tendrá consecuencias positivas para el desarrollo económico de Cuba y, quizás, para su apertura política, aunque esto no está garantizado.
El proceso tiene consecuencias para la región en varios frentes: primero, socava los argumentos de una retórica antiimperialista que tenía en el caso de Cuba su perla discursiva. En el aislamiento por parte del gobierno estadounidense muchos encontraban –con razón- prueba de la inconsistencia en la política exterior de los Estados Unidos y de la necesidad de conformar bloques regionales que excluyeran al país norteamericano. Para otros, la capacidad de supervivencia del régimen castrista demostraba la viabilidad política y económica de la autarquía. Independientemente de que se acepte el parentesco, la revolución cubana es la bisabuela de otros movimientos de izquierda en Latinoamérica que, aunque más modestos, han utilizado argumentos y técnicas adoptadas y reformadas del ejemplo cubano. Esos argumentos aislacionistas y antiamericanos pierden poder en las circunstancias actuales.
El restablecimiento de relaciones diplomáticas con los Estados Unidos también acerca a Cuba a los demás países latinoamericanos y debería someterlo a nuevos estándares. Durante más de medio siglo, los acontecimientos en la isla han sido abordados bajo un velo de excepcionalidad derivado de su estatus especial, de su condición de país suspendido del sistema interamericano y durante muchos años separado diplomáticamente de otras naciones de la región. La plena reinserción de Cuba a la dinámica multilateral, subregional y bilateral debería llevar aparejada una discusión más franca sobre la situación de los derechos humanos bajo el régimen del Partido Comunista, en particular la situación de los presos políticos y el ejercicio de la libertad de expresión. Eventualmente, esa conversación debería abordar la necesidad de abrir el régimen a la competencia política.
Como dije, esto último no está garantizado. El gobierno cubano ha evitado hacer promesas de cambio en su política interna, al menos públicamente. Las presiones, sin embargo, se irán acumulando. A la duda sobre la sucesión política después de los Castro, se suma la existencia de un partido hegemónico anquilosado, cuya conexión con el pueblo depende de la existencia de líderes carismáticos cada vez más escasos. Incluso si el Partido Comunista, apoyado por las fuerzas armadas, logra navegar una transición política en una era post-Castro, es de esperar que mayores grados de libertad económica y empresarial traigan consigo exigencias sobre la clase política. Irónicamente, puede que observemos en Cuba la aplicación de una de las principales lecciones de Marx: que los cambios económicos tarde o temprano llevan aparejados cambios en las estructuras del poder. El tiempo solo determinará los efectos del proceso de reforma. Parafraseando a Silvio Rodríguez, no sabemos si nos “espera el ahora o el todavía”, si el futuro de Cuba habrá de alcanzarnos con pausa o con prisa. Yo espero que la decisión de diciembre se convierta en el punto de giro hacia la democratización de la isla.
El segundo acontecimiento que deseo comentar es el avance en las negociaciones de un Acuerdo de Paz en Colombia. Este conflicto armado, uno de los más largos y sangrientos de la historia latinoamericana, parece estar llegando a su fin, en medio de un largo proceso de conversaciones en La Habana. Las encuestas demuestran que la población colombiana oscila entre la esperanza y la suspicacia, entre la ilusión y el recelo ante los resultados de las negociaciones. Esto se debe al desgaste de un proceso que ha durado ya más de dos años, a la polarización y politización en torno a algunos de los temas álgidos de las conversaciones, a la desconfianza frente a las promesas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el rechazo a su participación política, y a la dificultad para aceptar los términos de una posible amnistía en un conflicto que registra miles de víctimas.
La decisión debe adoptarla soberanamente el pueblo colombiano. Por mi experiencia en Centroamérica sé que, cuando se trata de negociar la paz, no existen acuerdos perfectos ni fórmulas mágicas. No hay garantías ni planes a prueba de fuego. Lo que hay es un compromiso con la vida y la convicción de que la paz, incluso la paz imperfecta, es siempre preferible a la guerra.
Yo estoy convencido de que la paz en Colombia no sólo es posible, sino que merece todo el respaldo de la comunidad internacional. Este puede ser el fin de una sangría de medio siglo, el inicio de una era sin precedentes en el desarrollo de un país que tiene el potencial de asumir un mayor rol político y económico en Suramérica. Es necesario que prestemos atención durante los próximos meses, y es aún más necesario que no perdamos interés en los próximos años. El establecimiento de una paz duradera en Colombia depende de un acompañamiento paciente y meticuloso, que no sólo procure silenciar las armas sino que aborde las causas que llevaron a la violencia.
Este es un aprendizaje doloroso del caso centroamericano. El Plan de Paz contenía un apartado dedicado a la consolidación democrática de la región y a la promoción del desarrollo humano. Sabíamos desde entonces que el hambre recluta tantos soldados como la ideología. Sabíamos que la injusticia y la desigualdad abismal constituían una amenaza a la seguridad nacional. Sabíamos que los jóvenes que no encuentran trabajo en una empresa, siempre encontrarán espacio en una pandilla; que las familias que no encuentran protección en los jueces y en la policía, buscarán protección en los carteles y en las bandas criminales; que aquellos que no se sientan valorados y respetados como miembros de una comunidad política, buscarán sentirse valorados como miembros de una comunidad delictiva.
Quien visite ahora los países que componen el Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras) puede corroborar, con tormentosa claridad, que la ausencia de guerra no quiere decir, automáticamente, la consolidación de la paz. Es bien sabido que algunas ciudades centroamericanas experimentan tasas de homicidio superiores a zonas de combate.
La combinación entre inseguridad, pobreza y falta de oportunidades motivó una de las peores crisis migratorias que se hayan observado en el hemisferio en los últimos años: la crisis de los menores no acompañados. En el 2014, y por primera vez desde que se lleva registro de la nacionalidad de los indocumentados detenidos en la frontera sur de los Estados Unidos, los migrantes centroamericanos excedieron a los mexicanos en el afán por ingresar ilegalmente a los Estados Unidos. Más de 50.000 de estos migrantes detenidos eran niños y adolescentes provenientes del Triángulo Norte, enviados en un terrible viaje en tren y autobús, atravesando desiertos, sufriendo maltratos, exponiéndose a riesgos que oscilan desde la esclavitud, la prostitución y la inanición, hasta la muerte. Sólo la más absoluta desesperación puede explicar la voluntad de estos menores, y de sus familiares, de invertir sus eximios recursos para cubrir el costo de un éxodo infernal con tan bajas probabilidades de éxito.
¿Qué es esto sino un ejemplo de desplazamiento forzado por causa de un conflicto armado? Los países del Triángulo Norte centroamericano demuestran que el fracaso en elevar las condiciones de vida de los pueblos, en un escenario post-conflicto, produce condiciones que amenazan no sólo la seguridad interna de estos países, sino también la estabilidad de toda una región. La pobreza y el temor no necesitan pasaporte para viajar. No requieren sellos, ni visas. No los detienen muros, ni cercas electrificadas. El istmo centroamericano requiere ayuda urgente de la comunidad internacional, no sólo por razones políticas, o razones económicas, sino por razones humanitarias. En el plano inmediato, es urgente asegurarnos que los niños y los jóvenes que son detenidos intentando ingresar ilegalmente a otros países reciban un trato acorde con su dignidad y acorde con su condición de menores de edad. En el mediano y largo plazo, es indispensable canalizar toda la cooperación financiera y técnica posible, a fin de fortalecer la capacidad del Estado en estos países y contribuir en la lucha inteligente, estratégica y concertada, contra el crimen organizado. Para este fin, el Gobierno del Presidente Barack Obama ha enviado recientemente un proyecto al Congreso de los Estados Unidos, destinando mil millones de dólares a los países centroamericanos.
Sé bien que la situación fiscal actual de casi todos los países del mundo hace difícil un aumento drástico de la cooperación internacional. Sé bien que los problemas en Centroamérica coinciden con crisis en Siria, en Iraq, en Nigeria, en Somalia, en Yemen y en tantos otros lugares sacudidos por la guerra, por el terrorismo, por la enfermedad o por los desastres naturales. Sin embargo, también sé que la política es el arte de definir prioridades. Una reducción modesta del gasto que actualmente dedican muchos países a aparatos militares excesivos puede aliviar no sólo la pobreza extrema en Centroamérica, sino en el mundo. En el año 2013, el gasto militar global ascendió a 1.75 trillones de dólares, según cifras de SIPRI, mientras Jeffrey Sachs ha estimado que se necesitan unos 175.000 millones de dólares anuales para erradicar la pobreza extrema en el mundo. No podemos permanecer impasibles cuando los gobiernos del orbe se reúsan a reducir sus millonarias compras de aviones, helicópteros y misiles mientras un sexto de la población mundial padece hambre.
Hay también otras formas, más sutiles, de contribuir al mejoramiento de las condiciones de vida de los centroamericanos. Una de las más obvias es detener el flujo de armas pequeñas y livianas que pasa impunemente a manos de las maras y los carteles que operan en la región. Para alcanzar este objetivo, durante mi segunda administración Costa Rica presentó ante la Organización de las Naciones Unidas el proyecto para el Tratado sobre el Comercio de Armas (o ATT, por sus siglas inglés), que entró en vigencia el 25 de diciembre del año pasado gracias al apoyo abrumador de los países que integran la Asamblea General de la ONU, incluida España.
Agradezco el apoyo del gobierno español y agradezco también la atención que España ha prestado a los acontecimientos recientes en Venezuela, el último país al que quisiera dedicarle una mención particular. Muchas veces he dicho que es incorrecto afirmar que Venezuela equivale a una dictadura, pero cada vez resulta más evidente que también dista mucho de ser una democracia plena, en los términos poliárquicos planteados por Robert Dahl.
Desde sus inicios, el régimen chavista se sostuvo sobre la aparente estabilidad de dos pilares: la popularidad de su líder, o la “autoridad carismática” de la que hablaba Max Weber, y el desempeño de la economía, derivado en gran medida del precio internacional del petróleo. Ambos pilares se han venido derrumbando en los últimos meses, con los índices de aprobación de Nicolás Maduro en el nivel más bajo desde el ascenso al poder del chavismo, y el precio del petróleo oscilando alrededor de los 50 dólares por barril de crudo, por debajo de las peores predicciones del gobierno venezolano para el año 2015. La corrupción, la inflación rampante y la pérdida de productividad como consecuencia de ruinosas distorsiones de mercado, se han combinado para arrojar un panorama de escasez y desabastecimiento.
Yo dudo que Nicolás Maduro crea incluso parte de la versión que ha intentado venderle al pueblo venezolano, proponiendo la existencia de una conspiración internacional para derrocarlo, orquestada en un triple eje conformado por Estados Unidos, Colombia y España. Dudo que genuinamente crea que la falta de artículos de la canasta básica en los supermercados se deba a una “guerra económica” librada en su contra por los empresarios del mundo unidos. Por el contrario, creo que sus declaraciones forman parte de un ejercicio cada vez más retorcido del poder, en donde el régimen provee explicaciones imposibles de creer, pero castiga a quien se atreva a cuestionarlas. Se trata de un escenario típico de maniqueísmo, donde los ciudadanos tienen la opción de ser percibidos únicamente como patriotas o como golpistas.
En ninguna democracia la gente sufre prisión por disentir o por cuestionar. El líder opositor Leopoldo López ha cumplido ya un año en la cárcel sin que se celebre un juicio en su contra, mientras María Corina Machado ha sido removida de su cargo legislativo. Ha sido arrestado el Alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, junto con decenas de funcionarios electos, líderes sociales y estudiantes. Todos ellos enfrentan investigaciones que carecen de adecuadas garantías procesales, mientras los clamores internacionales por su liberación alcanzan oídos sordos.
Lejos de actuar de la forma que se espera en un régimen democrático, el gobierno venezolano ha procedido a transferir mayores poderes a las autoridades de inteligencia, a autorizar el uso de fuerza letal para controlar protestas y, más recientemente, a concederle al Presidente amplias facultades para legislar por decreto, esto último motivado por la firma de una Orden Ejecutiva que considero innecesaria y torpe por parte del Gobierno de los Estados Unidos, imponiendo sanciones a varios funcionarios venezolanos. La firma de esa Orden Ejecutiva amerita discusiones que van desde lo político hasta lo jurídico, pero debemos ser muy cuidadosos de abandonar una discusión sobre derechos humanos en medio de una alucinada discusión sobre soberanía nacional.
Es urgente que alcemos la voz por la situación de la democracia y los derechos humanos en Venezuela. Es urgente que abandonemos la propensión a justificar el comportamiento de un gobierno únicamente por el hecho de que ese gobierno haya ganado las elecciones. Un verdadero demócrata sabe que, el día que recibe la banda presidencial, es también el día que asume la mayor responsabilidad de su vida: la responsabilidad de ejercer el poder de forma legítima. El poder democrático es aquel que se ejerce en presencia de una oposición libre. El poder democrático es aquel que se ejerce bajo el control de órganos de supervisión independientes y un sistema imparcial de administración de justicia. El poder democrático busca la distribución y no la concentración de atribuciones; la diversidad y no la restricción de opiniones; la participación y no la represión; el diálogo y no la amenaza. El régimen chavista no está promoviendo una versión distinta de la democracia: por el contrario, está ejerciendo de forma antidemocrática el poder recibido en las urnas.
La situación de Venezuela es, sin duda, el ejemplo más claro de un fenómeno mayor que se observa en el resto de América Latina. Quisiera ahora referirme a grandes tendencias regionales. Empiezo por decir que América Latina es un conglomerado, cada vez menos armónico, de realidades distintas. Es claro que la región participa de una herencia común, una herencia cuyas arterias pulsan desde este espacio y se nutren del corazón de España. Es cierto que casi todos los países de la región comparten el mismo idioma, una arquitectura política similar, ordenamientos jurídicos análogos y algunos valores fundamentales que han alentado, entre otras cosas, un sentido particular de la justicia social. Debemos admitir, además, que la región exhibe también patologías similares: una nefasta propensión al populismo y a la demagogia, un compromiso vacilante con la democracia liberal y el Estado de Derecho, un récord de violencia bárbaro y difícil de extinguir, un escandaloso expediente de corrupción, y una dificultad proverbial para traducir las promesas políticas en realidades concretas.
No pretendo afirmar que estas virtudes y flaquezas son del dominio exclusivo de América Latina. Antes bien, quiero llamar la atención sobre el hecho de que varían enormemente a lo interno de la región. Cuando se habla de la situación de la democracia en América Latina se debe tener cuidado de no asemejar la democracia de Chile a la de Venezuela; o la de Uruguay a la de Nicaragua. Asimismo, cuando se habla de inseguridad se debe distinguir entre el caso de Honduras y el de Costa Rica, o entre el caso de México y el de Panamá.
Hay en la región un grupo de países que han alcanzado grandes avances en la consolidación de la democracia y el fortalecimiento del Estado de Derecho. En el otro extremo, sólo un país –Cuba- carece actualmente de las condiciones mínimas para ser considerada una democracia electoral. En el centro, han surgido nuevas categorías que merecen estudio y abordaje. Hay países en donde los gobiernos son electos pero las libertades individuales son irrespetadas. Hay países donde las libertades individuales son reconocidas pero no exigibles, por la ausencia de órganos judiciales fuertes y transparentes. Hay países en donde el gobierno promueve proyectos maravillosos pero carece de solvencia fiscal para financiarlos y de burocracias eficientes para implementarlos. Hay países donde los ricos casi nunca pagan impuestos, donde los programas sociales casi siempre se distribuyen entre los partidarios, y los contratos públicos a menudo los ganan los amigos. La democracia en la región no puede considerarse plena en el tanto sobrevivan estas deficiencias, aún en presencia de elecciones libres y justas. Es necesario que desarrollemos mecanismos para lidiar no sólo con la dicotomía democracia-autocracia, sino con fenómenos más sutiles, como las democracias iliberales y las democracias con Estados de Derecho endebles.
A la preocupación por la situación de la democracia se suma ahora la preocupación por el desempeño económico de varios países que, durante la última década, experimentaron tasas de crecimiento acelerado, motivadas por el boom de los productos primarios, en particular los productos de industrias extractivas. Algunos países de la región que se acostumbraron a crecer a tasas del 7% y 8%, crecerán apenas un 3% o 4% este año, como Perú. Habrá países que aspirarán a tasas de crecimiento del 2% o 3%, como México o Costa Rica. Y habrá países que enfrentarán tasas de crecimiento nulas o negativas, como Venezuela o Brasil. Esto acrecienta las posibilidades de conflicto social y pone presión sobre gobiernos que tendrán dificultades para satisfacer las demandas de la población, en particular de la clase media joven.
De nuevo, algunos se encuentran mejor preparados que otros. Existen países que han venido diversificando sus economías, incentivando la productividad, invirtiendo en investigación y desarrollo, y alcanzando mejoras en el clima de negocios. Es indispensable que los gobiernos de la región se concentren en atender estos factores de producción, en lugar de cruzar los dedos esperando otra primavera en el sector primario.
Esto me lleva al último punto que quisiera mencionar: la situación de la educación en la región. Nada es más importante para las expectativas futuras de la economía, la política y la cultura latinoamericana que la calidad de su sistema educativo. No obstante, sólo uno de cada dos jóvenes latinoamericanos concluye la secundaria – uno de cada tres en el quintil más pobre, según cifras de CEPAL. Nuestros países se ubican en los últimos lugares de los resultados de la prueba PISA, a pesar de dedicar un gasto en educación equivalente o superior al de países que obtienen notas mejores. Estamos enseñando poco y estamos enseñando mal y, sin embargo, las reformas educativas son anatema en la mayoría de nuestros países, en parte por la presencia de sindicatos educativos fuertes y reaccionarios, pero en parte también porque nuestras sociedades exhiben una profunda aversión al cambio cuando se trata de alterar la forma y el contenido de lo que aprenden los menores. Por sorprendente que parezca, la región del realismo mágico es muy poco creativa cuando se trata de enseñar.
Mientras Alemania declara la educación terciaria gratuita y Finlandia anuncia el abandono del sistema educativo basado en “materias”, en América Latina seguimos enfrascados en una discusión sempiterna sobre los derechos laborales de los maestros y profesores. Por supuesto que las condiciones de trabajo de nuestros educadores son cruciales. Por supuesto que debemos aspirar a pagarles salarios competitivos, ofrecerles incentivos para la capacitación constante y asegurarnos de reclutar a los mejores profesionales para dedicarse a la enseñanza. Pero no debemos cometer el error de creer que las reivindicaciones magisteriales constituyen reformas educativas. Si queremos aspirar a un futuro distinto, debemos mejorar los estándares por los que medimos tanto a nuestros maestros como a nuestros estudiantes. Debemos actualizar el contenido curricular para preparar a nuestros jóvenes para el mundo que los espera, y no el de hace treinta años. Debemos alinear la oferta educativa con la demanda laboral. Debemos enseñar destrezas y habilidades, en particular idiomas y el uso de tecnologías, y no sólo la facultad de repetir de memoria lo que se lee en un libro de texto. Debemos promover cambios que nos permitan crear ciudadanos informados, comprometidos, habilitados para asumir la fundamental tarea de vivir en sociedad. De esto depende nuestra capacidad de formar un electorado blindado contra el mesianismo y las tendencias autoritarias. De esto depende nuestra capacidad de forjar economías productivas e innovadoras. De esto depende nuestra capacidad de crear sociedades tolerantes e inclusivas, donde sea posible la realización personal en libertad, donde cada quien pueda encontrar su llamado y perseguir su estrella.
Amigas y amigos:
Quisiera dedicar unas palabras a Su Majestad Don Juan Carlos de Borbón, esa figura de la España moderna que representa la alquimia improbable de un monarca que es también un escudero de la democracia. Deseo expresarle mi humilde admiración por la labor de su reinado, por su compromiso con la paz y con la libertad, y por el aprecio que siempre ha profesado a los pueblos de Latinoamérica. Uno no escoge quiénes serán sus compañeros en el viaje de la vida, no sabe con quién habrá de coincidir en la vereda de los años. Para mí ha sido un honor haber compartido mis mejores luchas con el Rey Juan Carlos, así como con mis queridos amigos Julio y Enrique.
No sé qué le espera a España y a Latinoamérica. La política es maravillosa en su incerteza. El destino pertenece al ámbito de la religión, del misticismo o de la mitología. En la política, en cambio, no hay más que preguntas insaciables y respuestas tentativas. Por eso quizás nos atrae tanto la noción del pueblo en el desierto, porque ignoramos detrás de cuál montaña se esconde la tierra prometida y de cuál gota de rocío habrá de brotar el maná del cielo. El liderazgo político es una forma, siempre imperfecta, de superar esa ignorancia; de encontrar la senda en medio de la arena. Me honro de haber dejado mis huellas al lado de estos viejos amigos y los invito a ustedes, jóvenes de España y de Latinoamérica, a emprender su propio éxodo hacia un mañana de mayor justicia y esperanza.
Muchas gracias.