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domingo, 24 de abril de 2016

"Había una vez… (…habrá otra vez…)" Por Silvia E. Rodríguez Schwartz


"Había  una vez… (…habrá otra vez…)"  
Por Silvia E. Rodríguez Schwartz

Un país grandote, en el que vivíamos todos juntos, en el que cuando uno estaba perdido en una calle, detenía el carro tranquilo, abría el vidrio y le decía a cualquier señor o señora que fuera pasando: “Buenos días, estoy perdidísima…¿me puede decir cómo llego a tal sitio?”, y la persona, al tratar de asegurarse de que llegáramos bien, consideraba lo mejor: “déjeme que yo lo llevo…” y se montaba en el carro hablando del sitio, o de la diligencia que venía de hacer, o del hermano que tenía en Caripe y le traía el café que cultivaba en su pequeñita, pero próspera finca…”¡un millón!, cónchole, si no fuera por ti, no llego…” (ya nos tuteábamos en ese ratico) y ya. Listo.

En el que en una reunión de amigos, o de conocidos, amigos del amigo, después de las 2 de la mañana, ya los tragos empezaban a animar las conversaciones políticas, y casi siempre surgía un desacuerdo, casi siempre, que animaba más el intercambio sabroso, y se distraía ese desacuerdo cuando uno de los interlocutores contaba emocionado que en su casa en Río Chico, habían hecho unos trabajos rapidito –con cemento y ladrillos económicos de ahí mismito- y que con esa ampliación, ahora cabían 15 personas, “entonces, ¿por qué no te vienes el viernes y traes tú las cervezas?” “¡Machete!, nosotros salimos a las 7:00 pm de darle el tetero y la comida a los carajitos y te encuentro en Caucagua.”

En el que la noticia más aterradora del día es que “esta mañana dijeron que había un señor en pleno Parque del Este, metiéndose la mano en el pantalón y haciendo cosas raras…hay que tener cuidado…”

En el que la mamá o el papá nos daban 5 bolívares para el colegio, y a las 6 de la tarde, después de haber comido porquerías y tomado refrescos, todavía nos quedaba algo pa´ las barajitas.

En el que ir a una agencia de viajes se planificaba sin apuro, sin preocupación, sin angustia del aumento, y conversando rato largo con la señora de la agencia, escuchando sus sugerencias de hoteles en Europa o en donde fuera, lo pagábamos con un poquito de esfuerzo, pero sólo un poquito, para que nos quedaran bolívares para comprar los Traveller´s Checks y los gastos del resto del mes.

En el que la inmigración sureña y de otras partes del mundo, ansiosa por aprovechar las oportunidades de crecimiento, economía y riqueza del país, inundaba los sectores privados de nuestro quehacer diario, y terminaban conociendo mejor a Venezuela que nosotros mismos, la recorrían de cabo a rabo con sus camionetas alquiladas, a buen precio, conseguían siempre un hotelito o una posada con las mejores cachapas y enfrente raspados con leche condensada, hasta cuando ya tardecito les tocaba devolverse a su apartamento a preparar todo para arrancar la semana con los nuevos clientes y llamar al inversionista que “me ha llamado mil veces, está desesperado…”

En el que las patinatas de diciembre y las verbenas eran el momento perfecto para cuadrar con el pretendiente un reto a ver quién se ganaba la botella de Cacique o de Whisky lanzando el aro, excusa ideal para darnos un piquito de felicitación, hechos los gafos.

En el que el acto de corrupción del año, sí, del año, no del minuto, era un poco olvidado por la obra buenísima que mandó a construir el tipo y la ampliación de la autopista que ya hacía falta con tantos carros, que hacen que uno se tarde ¡35 minutos desde Baruta hasta la UCV!, ¡el colmo!

En el que las donaciones de medicinas se daban cuando tal país había sufrido una cosa horrible y había que comprarlas rápido y llevarlas al centro de acopio para que las mandaran, pobrecitos, porque nosotros teníamos las que necesitaban ellos, las de nosotros y más.

En el que mi mamá se fajaba cinco minutos a conversar con el carnicero para saber del dolor de cabeza de su hijita, y los otros cinco minutos, a verificar que todo lo que le había pedido por teléfono, los cortes de carne, la forma de empaquetarlos y el precio fueran exactamente lo que habían conversado…siempre con éxito.

En el que el señor de la farmacia de enfrente, nos llevaba a la casa la medicina que le habíamos pedido en la mañana, que necesitaba récipe, pero “el martes se lo doy, porque el doctor me dijo que fuera a buscarlo a su casa porque la secretaria no estaba cuando él me lo dejó”

En el que el portugués del taller de latonería nos llevaba el carro arreglado del rayoncito a la casa, porque vivía cerca y “así era más fácil.”

En el que, en diciembre, recorrer caminando en la noche el Bulevar de Sabana Grande era un ritual, las luces, los cafés con gente rara cantando cosas bonitas, la conversación (en la calle) con la familia de mi amiga de colegio que vivía allí nos hacía más divertida la noche y los papás compartían oportunidades buenas de trabajo.

En el que no había plantas eléctricas, ni tanques de agua de reserva, y la luz de las autopistas hasta nos encandilaba a veces.

En el que se colaboraba con las necesidades latinoamericanas cuando era imprescindible, sin falta, por amor, por VERDADERA solidaridad, sin afectar nuestra provisión de bienes y sin comprar alianzas estratégicas. Porque “¿cómo no vamos a hacerlo? ¡Teniendo tanto y yéndonos bien!”

En el que la mayor división social era entre los maracuchos “que son tan regionalistas, vale” y los caraqueños que se creen la gran vaina. O los magallaneros pegándole un grito a los caraquistas porque “ganaron de vainita y porque los dejamos”.

En el que el pabellón no se hacía a cada rato “para variar un poco”, y las hallacas casi siempre salían de más porque comprábamos el día antes demasiado ingrediente para lo planeado. Entonces se congelaban, y hasta agosto seguíamos alternándolas cuando nos acordábamos de que estaban ahí, con todo el menú disponible, y sabían igualito, porque ni la luz se había ido, ni alguno de los ingredientes estaba pasado.

En el que la caída del único imperio que se recordaba o se había deseado alguna vez era la del romano, o el azteca, o yo no sé…

En que éramos país rico, todavía con pobreza, pero con riqueza también de alma, de trabajo y de fe.

En que los hijos salían de Venezuela o becados, o por una buena oportunidad de hacer un curso o un master, por unos nostálgicos meses, hasta cuando regresaban felices a su arepa, y a comprarse ropa nueva corriendo para el trabajo nuevo.

Y sí, “había una vez”… pero volverá a haberla, distinto, difícil de reconstruir, más necesitado de reeducación y de justicia, pero volverá.

“El pesimista se queja del viento; el optimista espera que cambie; el realista ajusta las velas.”
William George Ward



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