"Había una vez… (…habrá
otra vez…)"
Por Silvia E. Rodríguez Schwartz
Un país
grandote, en el que vivíamos todos juntos, en el que cuando uno estaba perdido
en una calle, detenía el carro tranquilo, abría el vidrio y le decía a
cualquier señor o señora que fuera pasando: “Buenos días, estoy perdidísima…¿me
puede decir cómo llego a tal sitio?”, y la persona, al tratar de asegurarse de
que llegáramos bien, consideraba lo mejor: “déjeme que yo lo llevo…” y se
montaba en el carro hablando del sitio, o de la diligencia que venía de hacer,
o del hermano que tenía en Caripe y le traía el café que cultivaba en su
pequeñita, pero próspera finca…”¡un millón!, cónchole, si no fuera por ti, no
llego…” (ya nos tuteábamos en ese ratico) y ya. Listo.
En el que
en una reunión de amigos, o de conocidos, amigos del amigo, después de las 2 de
la mañana, ya los tragos empezaban a animar las conversaciones políticas, y
casi siempre surgía un desacuerdo, casi siempre, que animaba más el intercambio
sabroso, y se distraía ese desacuerdo cuando uno de los interlocutores contaba emocionado
que en su casa en Río Chico, habían hecho unos trabajos rapidito –con cemento y
ladrillos económicos de ahí mismito- y que con esa ampliación, ahora cabían 15
personas, “entonces, ¿por qué no te vienes el viernes y traes tú las cervezas?”
“¡Machete!, nosotros salimos a las 7:00 pm de darle el tetero y la comida a los
carajitos y te encuentro en Caucagua.”
En el que la
noticia más aterradora del día es que “esta mañana dijeron que había un señor
en pleno Parque del Este, metiéndose la mano en el pantalón y haciendo cosas
raras…hay que tener cuidado…”
En el que la
mamá o el papá nos daban 5 bolívares para el colegio, y a las 6 de la tarde,
después de haber comido porquerías y tomado refrescos, todavía nos quedaba algo
pa´ las barajitas.
En el que
ir a una agencia de viajes se planificaba sin apuro, sin preocupación, sin
angustia del aumento, y conversando rato largo con la señora de la agencia,
escuchando sus sugerencias de hoteles en Europa o en donde fuera, lo pagábamos
con un poquito de esfuerzo, pero sólo un poquito, para que nos quedaran
bolívares para comprar los Traveller´s Checks y los gastos del resto del mes.
En el que
la inmigración sureña y de otras partes del mundo, ansiosa por aprovechar las
oportunidades de crecimiento, economía y riqueza del país, inundaba los
sectores privados de nuestro quehacer diario, y terminaban conociendo mejor a
Venezuela que nosotros mismos, la recorrían de cabo a rabo con sus camionetas
alquiladas, a buen precio, conseguían siempre un hotelito o una posada con las
mejores cachapas y enfrente raspados con leche condensada, hasta cuando ya
tardecito les tocaba devolverse a su apartamento a preparar todo para arrancar
la semana con los nuevos clientes y llamar al inversionista que “me ha llamado
mil veces, está desesperado…”
En el que las
patinatas de diciembre y las verbenas eran el momento perfecto para cuadrar con
el pretendiente un reto a ver quién se ganaba la botella de Cacique o de Whisky
lanzando el aro, excusa ideal para darnos un piquito de felicitación, hechos
los gafos.
En el que
el acto de corrupción del año, sí, del año, no del minuto, era un poco olvidado
por la obra buenísima que mandó a construir el tipo y la ampliación de la
autopista que ya hacía falta con tantos carros, que hacen que uno se tarde ¡35
minutos desde Baruta hasta la UCV!, ¡el colmo!
En el que las
donaciones de medicinas se daban cuando tal país había sufrido una cosa
horrible y había que comprarlas rápido y llevarlas al centro de acopio para que
las mandaran, pobrecitos, porque nosotros teníamos las que necesitaban ellos, las
de nosotros y más.
En el que
mi mamá se fajaba cinco minutos a conversar con el carnicero para saber del dolor
de cabeza de su hijita, y los otros cinco minutos, a verificar que todo lo que
le había pedido por teléfono, los cortes de carne, la forma de empaquetarlos y
el precio fueran exactamente lo que habían conversado…siempre con éxito.
En el que
el señor de la farmacia de enfrente, nos llevaba a la casa la medicina que le
habíamos pedido en la mañana, que necesitaba récipe, pero “el martes se lo doy,
porque el doctor me dijo que fuera a buscarlo a su casa porque la secretaria no
estaba cuando él me lo dejó”
En el que
el portugués del taller de latonería nos llevaba el carro arreglado del
rayoncito a la casa, porque vivía cerca y “así era más fácil.”
En el que,
en diciembre, recorrer caminando en la noche el Bulevar de Sabana Grande era un
ritual, las luces, los cafés con gente rara cantando cosas bonitas, la
conversación (en la calle) con la familia de mi amiga de colegio que vivía allí
nos hacía más divertida la noche y los papás compartían oportunidades buenas de
trabajo.
En el que
no había plantas eléctricas, ni tanques de agua de reserva, y la luz de las
autopistas hasta nos encandilaba a veces.
En el que
se colaboraba con las necesidades latinoamericanas cuando era imprescindible,
sin falta, por amor, por VERDADERA solidaridad, sin afectar nuestra provisión de
bienes y sin comprar alianzas estratégicas. Porque “¿cómo no vamos a hacerlo? ¡Teniendo
tanto y yéndonos bien!”
En el que la
mayor división social era entre los maracuchos “que son tan regionalistas,
vale” y los caraqueños que se creen la gran vaina. O los magallaneros pegándole
un grito a los caraquistas porque “ganaron de vainita y porque los dejamos”.
En el que
el pabellón no se hacía a cada rato “para variar un poco”, y las hallacas casi
siempre salían de más porque comprábamos el día antes demasiado ingrediente
para lo planeado. Entonces se congelaban, y hasta agosto seguíamos
alternándolas cuando nos acordábamos de que estaban ahí, con todo el menú
disponible, y sabían igualito, porque ni la luz se había ido, ni alguno de los
ingredientes estaba pasado.
En el que
la caída del único imperio que se recordaba o se había deseado alguna vez era
la del romano, o el azteca, o yo no sé…
En que
éramos país rico, todavía con pobreza, pero con riqueza también de alma, de
trabajo y de fe.
En que los
hijos salían de Venezuela o becados, o por una buena oportunidad de hacer un
curso o un master, por unos nostálgicos meses, hasta cuando regresaban felices
a su arepa, y a comprarse ropa nueva corriendo para el trabajo nuevo.
Y sí,
“había una vez”… pero volverá a haberla, distinto, difícil de reconstruir, más
necesitado de reeducación y de justicia, pero volverá.
“El pesimista se queja del viento; el optimista
espera que cambie; el realista ajusta las velas.”
William
George Ward
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