Armando Martini Pietri:
Venezuela, el robo
como historia
No es bonito decirlo
ni reconocerlo, pero hemos sido casi desde nuestros inicios un país de
demasiados sinvergüenzas y atracadores a mano abierta. Así como los
conquistadores españoles trajeron leyes, organizaciones y normas, incluyendo
algunas muy nobles de protección a los indígenas, navegaron también con hábitos
de pillaje, astucias delictivas y la tradicional aversión española de someterse
dócilmente a imposiciones y tributos al Estado.
Los españoles de los
siglos XVI y XVII miraban con codicia y espíritu de oportunidad a los
territorios ricos en oro y plata. No tan casualmente los tres grandes
virreinatos, el de México que incluía el Caribe, Centroamérica
y buena parte de los actuales Estados Unidos; el de la Nueva Granada cuya
capital estaba en Bogotá, que abarcaba a Panamá, la muy extensa Gobernación y
después Capitanía General de Venezuela, buena parte de cuyo territorio se
tragaron tranquilamente los ingleses y los luso brasileños, y Ecuador; y el de
Perú, que subía hasta las cumbres andinas de la actual Bolivia, se extendía al
largo territorio chileno y abarcaba densas selvas amazónicas. El
virreinato que tenia a Buenos Aires por capital, era otra cosa.
En esos virreinatos
el peninsular podía hacer carrera civil y militar, y eran además territorios de
muy productiva minería de oro, plata, diamantes, esmeraldas y algunas otras
piedras preciosas.
El Mar Caribe se
convirtió en un auténtico Mediterráneo español liderizado por dos grandes
centros de justicia estatal, control legal, supervisión política y centros
comerciales: Santo Domingo, y Cuba. Ese mar se convirtió rápidamente en coto de
caza de piratas y corsarios, unos autónomos y otros oficialmente autorizados
por los rivales de España en el Caribe, fundamentalmente Inglaterra, Francia y
Holanda. Muchos conflictos bélicos europeos en los cuales el reino español
participó y salió derrotado, se arreglaron con entregas de territorios
españoles a esos países rivales, como fueron los casos de varias islitas
caribeñas, Haití, Trinidad -pérdida dolorosa- y las tres Guyanas, empezando por
la que arrancaba hacia el Este desde el rio Esequibo hasta la francesa y la
holandesa.
Ese mar caribeño
territorio de cacería para piratas de todas las nacionalidades lo fue porque a
través de él cruzaban las rutas fundamentales de entrada y especialmente de
salida hacia la península ibérica de pesados galeones cargados hasta los topes
de minerales de lujo y algunos, más bien pocos, productos agropecuarios americanos.
Los piratas ingleses,
franceses y holandeses que tenían diversos puertos de refugio y de pasar el
tiempo entre ataque y ataque, tenían mucho más interés en perseguir, solos o en
grupos, a las embarcaciones cargadas, que en ir a robar a las poblaciones
pobretonas. Pero lo hacían por razones diferentes: para mantener sus brutales
tripulaciones ocupadas, para reponer existencias de comida, agua fresca y
mujeres, porque la competencia en alta mar era mucha y creciente.
Asaltar Maracaibo o
Panamá se convertía en tentador porque los marinos piratas sabían que en esas
ciudades, ya sólidamente establecidas, encontrarían tesoros familiares
escondidos en casas mal defendidas, candelabros y piezas religiosas (recuerden
los deslumbrantes sagrarios de oro o cuidadosamente bañados en oro y plata),
joyas de uso personal de los mantuanos pero también de blancos de orilla e
isleños comerciantes y artesanos, monedas, templos, residencias y oficinas
estatales.
Todavía hoy podemos
disfrutar de formidables construcciones de defensa de ciudades y puertos, que
con grandes y habitualmente bien usados cañones podían hundir cualquier barco o
flotilla pirata. Entonces los piratas fondeaban lejos y avanzaban por tierra,
las historias y leyendas son numerosas.
Los grandes nombres
idealizados por las novelas de Salgari y otros autores, como Barbanegra, Henry
Morgan, Francis Drake, Walter Raleigh, el Olonés, atacaron puertos a cañonazos,
pero también planificaron esmeradas expediciones por tierra y
asaltaron Maracaibo, Caracas, Panamá, Angostura –Drake y Raleigh navegaron
profundamente Orinoco adentro, por ejemplo- y hasta ciudades mucho más lejanas
del mar como Barquisimeto.
Pero mientras esa
gigantesca industria de la piratería navegaba viento en popa y a toda vela, en
nuestra pequeña Venezuela se desarrolló también durante siglos la piratería
interna de saltarse los impuestos, de trasladar mercancías –cacao, por ejemplo,
las famosas plumas de garza, cueros bovinos y carnes- a puertos diferentes a
los autorizados, puertos no autorizados por la corona española donde fondeaban
tranquilamente barcos de diferentes banderas para intercambiar telas, libros,
artículos personales, repuestos de las rústicas maquinarias de la época, por
los productos de agricultores venezolanos que llegaban a acuerdos de precios
pero se ahorraban los pesados impuestos de la Monarquía española. En todo
Oriente se comerciaba con esos barcos europeos en las narices de autoridades
que se convertían, a cambio de sus tajadas, en cómplices.
En las estructuras
legales coloniales no pasaba diferente. El tráfico de influencias era cosa de
todos los días, nombramientos y concesiones, pero también castigos y
confinamientos remotos eran habituales, con los cuales arruinaban a algunos y
terminaban fortaleciendo a otros –no es casualidad que el pelirrojo asturiano
profesional de la marina, el piloto José Tomás Boves, y
el modesto llanero y cobrador guariqueño, rubio pero blanco de orilla José
Antonio Páez, terminaran siendo exitosos comerciantes, y por eso líderes
populares, antes de convertirse en duros jefes militares. La estructura
burocrática y social sólo era española nativa en su minoría; la mayoría era
venezolana, y era la que hacía pactos, miraba para otro lado o aplicaba esa
injusta corrupción que es la exclusión por razones de piel.
Los venezolanos de
alcurnia y estirpe se abrieron a la independencia por su nivel cultural y
entusiasmos juveniles, pero también y mucho más porque simplemente querían
manejar su país a su estilo y conveniencias sin tener que calarse a
peninsulares casi siempre de muy bajo nivel de formación, cuyos salarios y
estructura debían pagar de sus propios bolsillos. Los alemanes que habían
prestado importantes sumas de dinero a Carlos I Habsburgo, recibieron como pago
el uso y disfrute a discreción de Venezuela sin consultar a nadie, y
posteriormente deudas con ricos vascos se pagaron con una nueva concesión
comercial a dedo real que se llamó Compañía Guipuzcoana.
Después vinieron los
destrozos de la feroz y larga guerra de independencia en la cual buena parte
del pueblo no creía porque sus pequeños cultivos, sus reservas y sus hijos eran
las primeras víctimas, a Bolívar y otros importantes dirigentes les costó años
de guerras, guerrillas, ataques y contraataques, desastres y triunfos, llegar a
Carabobo con un ejército organizado; el poderoso virreinato de la Nueva Granada
se derrumbó en pocas batallas, a Bolívar y Venezuela les costó 14 años sacar a
los españoles.
Pero recuérdese que
Bolívar debió fusilar a unos cuantos sinvergüenzas civiles y militares que
aprovecharon el caos de la guerra para enriquecerse. Después vinieron esos
horribles segundos setenta años del siglo XIX de guerras, alzamientos y
contragolpes, por los cuales desfilaron generales, coroneles y doctores que no
sólo combatieron sino que robaron a mansalva en el Gobierno y en sus
alrededores. Después el ordenado desorden de Cipriano Castro que gobernó a
cuenta de los andinos pero dando todas las ventajas a valencianos y caraqueños,
y luego la feroz paz gomecista. El benemérito nunca entendió el negocio
petrolero, pero si comprendió la importancia del control militar y policial
férreo para sostenerse él en el poder llenándose de haciendas, y quienes formaban
parte de ese control también se llenaban los bolsillos día tras día.
Y así hasta nuestros
días, cuando piratas y bucaneros más modernos, laptop en mano, han esquilmado
en beneficio propio miles de millones de dólares que llevaron a este país, no sólo
a deudas externa e interna colosales, sino al actual estado de incompetencia y
ruina generalizadas. La capacidad productiva y técnica se ha perdido, las
múltiples decisiones equivocadas de los líderes políticos han llevado a nuestro
país de un ciclo de vacas gordas a vacas flacas sin aprender la lección de
aprovecharse de los buenos tiempos y ahorrar y prepararse para los malos.
La revolución
bolivariana socialista nació con aromas de reconducción del país, y terminó
siendo un régimen con jets privados, informática, camionetas blindadas que
sobrevuelan y cruzan impertérritos un país de hambre, carencia, angustia y
privaciones que buena parte de los venezolanos había superado antes de esa
retorcida revolución. De ser país líder en salud pública, control sanitario,
oportunidades de prosperar, la democracia fue derribada para terminar siendo
hoy el peor país de América Latina. La revolución bolivariana ha dejado bien
sembrado su estigma de decadencia y degradación.
Ciertamente, no
podemos abandonar lo que nos queda; la esperanza. No como lo último que nos
queda sino lo que debemos defender. Muchos piensan que acudir masivamente a
votar el 6 de diciembre es la solución; otros, consideran lo contrario, que no
se debe votar para deslegitimar el régimen y no ser su cómplice, pero lo cierto
es que algo debe hacerse para evitar que esta plaga continúe con el legado
ancestral delincuencial, cuyo beneficio y competencia sólo se aprovecha para
despojar, destruir, arrasar.
El país que tuvimos
en los setentas, ochentas y cualquier época, ya no existe ni volverá; toca
ahora reconstruirlo, un trabajo gigantesco, arduo, complejo y que requiere de
un gran esfuerzo para quienes están dentro de esta Venezuela actual y tendrán
que rehacerlo o perecer.
@ArmandoMartini
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