NO
HAY OTRO CAMINO QUE EL DESALOJO Y LA TRANSICIÓN: CUANTO ANTES
“Sin un comando único, capaz de imponerse por sobre los
diversos grupos, sectores y partidos, la oposición democrática no se hará con
el Poder. Es una insoportable falacia autocomplaciente señalar que la
diversidad de pareceres es una virtud democrática. Es, antes bien, una tara de
nuestra anomia, de nuestro desorden y nuestra indisciplina congénitos. Unidad,
unidad y más unidad. Tras un comando único con un PROGRAMA DE TRANSICIÓN. No
hay otro camino.”
Antonio Sánchez García @sangarccs
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Respaldé con entusiasmo y convicción el esfuerzo propiciado por los tres
políticos a quienes considero los más lúcidos, decididos y conscientes
dirigentes de esta dramática encrucijada: María Corina Machado, Antonio Ledezma
y Leopoldo López, que arriesgando sus vidas y su libertad convocaran a LA
SALIDA.
Lo hice porque creo, y eso me lo dicta tanto la experiencia de los
cambios ocurridos en el mundo durante el último medio siglo como el
conocimiento de la teoría revolucionaria,
que de un régimen marxista dictatorial con pretensiones totalitarias
como el que nos ha arrojado en brazos de la tiranía castrista, convirtiéndonos
en una miserable satrapía, sólo se sale mediante la infatigable, constante y
creciente presión popular y la acción decidida y organizada de la sociedad
civil. Arrastrando tras suyo y por la fuerza de los hechos a los sectores
uniformados combinando, si les es posible y necesario, todas las formas de
lucha aceptadas constitucionalmente. No es ninguna experiencia inédita en
Venezuela, como lo demuestra con creces el 23 de enero de 1958. Un golpe cívico
militar por nadie cuestionado en el mundo. Sólo una democracia estúpida
abandona su derecho a la defensa propia poniéndole la otra mejilla a la
barbarie.
Y si bien LA SALIDA no concluyó exitosamente su cometido de desalojar al
régimen por la fuerza de las movilizaciones, como acababan de lograrlo algunos
pueblos del Norte de África y del Medio Oriente durante la llamada Primavera
Árabe, ya que no logró sumar a factores esenciales de la dirigencia política
democrática, que se marginaron activamente de esos admirables esfuerzos
asumidos con entereza y espíritu de sacrificios por nuestra juventud, prefiriendo
respaldar fórmulas negociadas de pacificación y resolución de los conflictos
conjuntamente con la dirigencia de la satrapía, ha sido hasta ahora el más
poderoso acicate hacia la búsqueda del desalojo del régimen. Manteniendo vivos
el rechazo y la indignación. No se explica de otra forma el notable éxito
electoral del 6 de diciembre: no fue el resultado de la sumisión, la
obsecuencia y el vasallaje de los conciliadores. Fue la coronación de un
esfuerzo que costó sangre, sudor y lágrimas avivando el sentimiento de rebeldía
nacional.
Pues no se trata de vías recíprocamente excluyentes: votos o calle. Se
trata de votar con el masivo respaldo de la calle. Y mucho más que eso: se
trata de reafirmar y fortalecer los resultados del voto avanzando aún más en el
dominio de los territorios conquistados electoralmente. Ya que lo que está y
estará en juego hasta el éxito del desalojo es EL PODER. Vale decir: asumir
todos los instrumentos y herramientas del control de nuestra sociedad, haciendo
tabula rasa del dominio avasallado del castrismo filo cubano: desde la Asamblea
y el aparato judicial, a las fuerzas armadas y a todos los aparatos económicos
y culturales del sistema. Venezuela está obligada a volver a ser de los
venezolanos.
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Por una razón que hace más de medio siglo y luego de la brutal
experiencia del estalinismo y del nazismo hitleriano se hiciera carne en la
conciencia de Hannah Arendt: el totalitarismo no acepta convivencias. Con los
totalitarios no se puede, ni mucho menos se debe intentar convivir. De allí el
único término aplicable al enfrentamiento: desalojo.
Por eso mi absoluta solidaridad con los únicos políticos que comparten y
defienden dichos criterios: María Corina Machado, Leopoldo López y Antonio
Ledezma. De allí que tampoco sea un simple azar de circunstancias que los dos
últimos estén presos y la primera apartada de un manotazo dado por la justicia
del horror ante cualquier instancia de dirección política real. De allí también
que todo el resto de nuestra representación
política, la que hace vida en la Asamblea Nacional, sirva sin que medie
traición o inconsecuencia alguna, a la mantención del sistema. Guardando un
precario equilibrio entre la convivencia y el desalojo. La posición que
finalmente asuman no depende de la práctica asamblearia: dependerá de la acción
de las masas.
Es en esta circunstancia que me pregunto por la pertinencia de los
distintos medios y vías que se invocan para precipitar la definición de estos
frágiles equilibrios y la vuelta de tuerca que termine por forzar la entrada de
Venezuela en la transición y la recuperación de nuestra tradición democrática.
Como bien lo demuestran las exitosas elecciones del 6 de diciembre: los
mecanismos electorales no son suficientes para forzar a un drástico cambio en
la situación venezolana. Y ello dada la naturaleza marxista y totalitaria del
régimen. ¿Por qué en Chile dichos mecanismos fueron suficientes y en Venezuela
están tan lejos de serlo? Porque la dictadura chilena era inmanente al sistema
institucional chileno, mientras la dictadura venezolana no reconoce compromiso
alguno con nuestro Estado de Derecho. Porque la dictadura pinochetista no era
castrocomunista ni colidía con el régimen de propiedad, de producción y de
cultura y legalidad chilenos. Porque su función no era aniquilar las bases
estructurales de dicha sociedad, sino sanearlas y devolver el control político
a las fuerzas democráticas, una vez efectuada la faena de saneamiento llevado a
cabo por la dictadura. Para volver a mencionarlo una vez más: porque la
pinochetista fue una dictadura comisarial, mientras la de Maduro es
constituyente. Aquella cumplía un encargo con tareas y tiempo determinados.
Ésta pretende arrasar con la Venezuela histórica y crear una Venezuela castrocomunista. Cuba,
segunda versión.
La más grave y profunda de las diferencias hace al papel de las llamadas
fuerzas armadas. Su dislocamiento y desarticulación internas las han hecho
absolutamente inermes para responder a los imperativos constitucionales a los
que debieran obediencia. Como el resto de las instituciones del estado están
controladas por pandillas gansteriles de las que no se puede esperar nada que
signifique la defensa y restitución del Estado de Derecho. Son parte de la disolución
general que han conducido a la práctica desaparición del Estado. Como lo ha
puesto de manifiesto la reciente tragedia de Tumeremo. En Venezuela el Estado
no existe. Quien aún no comprenda que vivimos la más grave crisis existencial
de nuestra historia, no está capacitado para contribuir a resolverla.
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Una elemental revisión de la historia republicana podría demostrar que
no es recién ahora y por primera vez que el territorio carece de cohesión
estatal, se halla absolutamente invertebrado y sobrevive gracias al imperativo
vital de sus fuerzas compositivas. Contrariamente al contra ejemplo que venimos
señalando, el del Estado chileno de comienzos del Siglo XIX, Venezuela se alza
hasta articularse bajo el control de un Estado en forma, recién un siglo
después, con Juan Vicente Gómez. Hasta entonces era el desangelado cuero seco
de que hablaba Guzmán Blanco. Sin otro control territorial que el ejercido por
los caudillos.
Hay ahora, no obstante, una poderosa civilidad, agregada con el
desarrollo de la modernidad, que es la que a pesar de los pesares sostiene la
existencia de la Nación. Y es ella, y ninguna otra, la fuerza capaz de
recomponer la disgregada existencia de la República. Sólo ella, actuando con
toda su inteligencia y su capacidad organizativa, es la que será capaz de
desalojar al régimen, de convocar a sus mejores espíritus y de reorganizar la
República. Esa fuerza, protagónica en varios pasajes de este vía crucis, será
la que asuma sobre sus hombros la reconstrucción de Venezuela.
Cualquiera de las fórmulas que circulan – Referéndum Revocatorio,
Constituyente, Renuncia, etc. – son formas de acción y resolución derivadas de
la primera, principal y fundante de todas ellas: la protagónica activación de
la fuerza de la sociedad civil decidida a tomar el Poder bajo su control. Y la
variedad de sus propuestas dan cuenta de la principal razón de nuestra
impotencia: la diversidad de pareceres, la carencia de unidad y homogeneidad,
la porfía con que los distintos sectores político partidistas se afirman en la
defensa de sus propias propuestas y sus propios intereses y mezquinas
ambiciones.
Sin una férrea unidad de pareceres, sin un comando único, decidido y
definitorio, capaz de imponerse por sobre los diversos grupos y sectores, la
oposición democrática no se hará con el Poder político de la República. Es una
insoportable falacia autocomplaciente señalar que la diversidad de pareceres es
una virtud democrática. Es, antes bien, una tara de nuestra anomia, de nuestro
desorden y nuestra indisciplina congénitos. Creer que cualquiera de dichas
fórmulas es mejor que otras reproduce el mal de nuestros ancestros: poner la
carreta delante de los bueyes. Unidad, unidad y más unidad. Tras un comando
único con un proyecto de Poder que hoy se llama PROGRAMA DE TRANSICIÓN. No hay
otro camino.
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