“EL LEGADO”
Por Germán Carrera Damas (*)
(*) Germán
Carrera Damas
Escuela de
Historia
Universidad
Central de Venezuela
Había sucedido. Sólo que ahora nos costaba mucho mirar hacia delante, y
sobre todo hacerlo sin que el intento se viese contrariado por la presencia de
una realidad que se revelaba, más y más, como una perversa combinación de
estados de ánimo. Se barajaban en esa combinación la determinación de reanudar
la marcha interrumpida, y una casi irrefrenable ira hecha del visible contraste
entre los pasados logros convertidos en restos y el insoslayable peso de las
esperanzas frustradas. Bastaba recorrer el fundo, descuidado y malogrado, para
que tal combinación amenazase desbordarse, abriéndose cauces de desaliento.
Pero tales eventuales desbordamientos debíamos asumirlos como llamadas de
atención para despertar, estimular y dirigir determinadamente las reservas de
confianza en el propio esfuerzo, y en nuestra probada capacidad de creación.
Mucho significaba, para estos efectos, el haber mantenido vivo el recuerdo de
la obra de conformación de la nacionalidad republicana democrática, realizada
durante el pasado medio siglo.
Sin embargo, no era posible atenuar, ni menos subestimar, el alcance y
la proyección de los efectos del reciente pasado. Las cercas del fundo,
descuidadas o deliberadamente levantadas, eran traspasadas impunemente por
depredadores, cuyas incursiones criminales, impunes y hasta auspiciadas por
los mismos que debían reprimirlas e
impedirlas, mantenían en constante desasosiego a los pacíficos habitantes del
desguarnecido fundo. Los caminos abandonados y los puentes desplomados; las
extensas zonas devastadas por la conjunción de los desastres naturales y la
incuria gubernativa; las instalaciones industriales y galpones desiertos,
saqueados y ruinosos; los sembrados invadidos y los rebaños diezmados; las
escuelitas destartaladas; los dispensarios abandonados; el teléfono y el correo
puestos al servicio de la incomunicación; todo sumaba en un cuadro desolador
que, sin embargo, disimulaba los más profundos y duraderos estragos causados
por los dislates del capataz imprudentemente designado, confabulado con sus
mayordomos y peones irresponsables, que habían hecho suya la obra de los
legítimos propietarios del fundo, quienes habían sido sorprendidos felonamente
en sus aspiraciones de un futuro mejor.
La lucha contra los efectos de tales estragos, más temibles porque
amenazaban con ser prolongados, se libraba en el ámbito de la conciencia individual
y colectiva. Tenía que ver con la capacidad de identificarlos y de situarlos en
una perspectiva de comprensión y de superación, despejándolos de una tupida
atmósfera hecha de ramplonería, ridiculez desbocada y substitución del respeto,
mutuo y ajeno; y por la palabra y el gesto zafio, cuando no soez. Para lo
primero, era requisito ubicar los agentes nefastos en su condición transitoria
y circunstancial. Tal ocurría con la actitud ante el trabajo productivo y el
manejo inteligente y prudente de los recursos, tanto individuales como
colectivos. Para lo segundo, era necesario restablecer valores morales y
dimensiones éticas cuya vigencia había sido desacreditada de propósito, palabra
y acción, ahogándola en una desenfrenada y ostentosa corrupción, y en un
insultante despotismo.
Había llegado la hora de reagrupar fuerzas para restaurar, reordenar e
impulsar la vida de quienes nunca habíamos perdido la confianza en el futuro
promisorio del fundo; ni siquiera cuando una porción de sus legítimos dueños
incurrieron en la ilusión de confiar en un capataz jactancioso y felonamente
prometedor. Para esos fines era necesario que comenzáramos por rescatar los
vestigios de la lógica que, por vapuleada y escarnecida, parecía haberse
ausentado del fundo, espantada ante la entronización de su afrentoso adversario
la ilogicidad. Estábamos persuadidos de que habría de ser dura, pero no
irrealizable, la tarea de rescatar la luz de la palabra, despojándola de la
mentira; y de recuperar la credibilidad de los llamados a orientar y dirigir.
En suma, de lavarle le cara a la República para que pudiese mirarse, confiada,
en el espejo de la opinión pública libremente expresada.
Comprendíamos los sobrevivientes de aquel naufragio en tierra, que el rescate
de la lógica debía comenzar por hacer un
puntilloso balance del legado in solidum que así recibíamos. Esto suponía
comenzar por listar lo que de ese legado podía ser aprovechable, de alguna
manera, para restaurar el fundo; y hacer de ello plataforma del renacer
procurado; y con ello poder saldar las deudas contraídas con la genuina
voluntad nacional, restableciéndole su capacidad de decisión; con el derecho al
bienestar social, asfixiado por la dilapidación y la ineficiencia en el uso de
los recursos públicos; y con el ejercicio de la soberanía popular,
substrayéndola de sórdidos nexos y oscura subordinación. No fue empeño escaso ni productivo. En vano
procuramos identificar lo que en el legado podía haber de tangible, y de
precisamente determinable, que pudiese servir a tales efectos. Incurrimos en la
ingenuidad de esperar que algo de lo cuantiosamente producido por el fundo
pudiese haber sobrevivido al dispendio, la corrupción, la improvisación y los
maliciosos destinos.
Persuadidos de que era inútil proseguir en tal
esfuerzo, los legítimos propietarios del fundo nos aventuramos a indagar sobre
lo que de intangible hubiese en el indeseable legado, que pudiese servir a la
recuperación del fundo; y sólo esto hallamos: la actuación de quienes habían manejado
el fundo a su antojo lo único que había conseguido, y que nuestra lucidez
valorase como útil, era haber contribuido, a contra voluntad, a despejar de
algunos mitos y falsas creencias el pensamiento colectivo de los habitantes del
fundo.
Valido de su precario pasado
militar, el capataz que hizo también las veces de mayordomo y hasta de dueño
absoluto del fundo, no sólo practicó un insultante despreció por quienes no
participábamos de ese pasado, fuésemos o
no civiles. Proclamando a sus seguidores hacedores del orden, en todas sus
expresiones, al confundir perversamente el orden con la subordinación y la
incondicional obediencia, hizo de estos oscuros y resentidos seguidores simple
prolongación de un omnímodo poder cargado del más eruptivo desorden. Una a una,
instituciones y corporaciones que habían sido concebidas como deliberantes y
autónomas, se hundieron en un pantano hecho de amedrentamiento, logrerismo y
lucro personal. Las que no se inclinaron
ante el despotismo fueron agredidas
mediante la artería verbal y seudo jurídica de rábulas agavillados. Sólo
alcanzaron a sobrevivir las que asumieron un alto costo ético, e hicieron gran
despliegue de firmeza democrática.
Vaciados aún de la más elemental capacidad autonómica, los cimientos
institucionales del fundo se habían disuelto en la desconfianza, y hasta el
desprecio, de quienes debíamos tenerlas por garantes de nuestros derechos. Ya
no será posible que recaigamos en la candidez de suponerles a los militares
aptitudes y voluntad de preservar el orden. Por el contrario, se han consagrado
como destructores del orden social.
Valido también de su precario pasado militar, el capataz que hizo las
veces de mayordomo y hasta de dueño absoluto del fundo, predicó la segunda parte
del mito militar. Practicando un insultante despreció por quienes no
participábamos de ese mito, fuesen o no
civiles, proclamó y recomendó, a quienes compartían su escuálido pasado
militar, como agentes de la eficiencia, en todos los órdenes; y los distribuyó
ubicándolos a la cabeza de todas las actividades del fundo. Con arrogancia y prepotencia delegadas,
subordinados militares y civiles de servil vocación, proclamaron normas de
orden y eficiencia, es decir el mito completo. Sólo que sus preceptos se
tradujeron en autoritarismo gubernativo e irresponsabilidad administrativa,
cultivados como nepotismo, favoritismo y corrupción, y amparados en la impunidad política y en la no rendición
responsable de cuentas. Ha quedado así
libre nuestra conciencia de sobrevivientes, del mito que asociaba lo militar
con el orden y la eficiencia, al revelarse y exhibirse el mito como mera
cobertura del más crudo monopolio del desorden y el desbarajuste gubernativo y
administrativo.
Pero había ocurrido que el capataz que hizo también las veces de
mayordomo y hasta de dueño absoluto del fundo, había envuelto su falaz mensaje
de orden y eficiencia en un papel de colores por el que habíamos dado seculares
pruebas de gusto los desprevenidos pobladores del fundo. Ese papel, utilizado
para el ocultamiento de lo real, era
desempeñado por una creencia históricamente generada, que había sido convertida
de un culto del pueblo en un culto para el pueblo. Visto como el que independizó
el fundo, demarcándolo históricamente; y por ello erigido en símbolo de los más
altos valores socializados, al ser puesto al servicio de las depredadoras
acciones del capataz, los mayordomos y los serviles, poco a poco se fue
haciendo claro que el mito heroico, socialmente consentido y políticamente
manipulado, se convertía en una grotesca y descarada coartada, utilizada para
distraer la opinión mientras se atropellaba los valores por los que se
proclamaba que había luchado el objeto del culto así rendido. El hastío y la
decepción, así cultivados de manera atropellante, habían liberado la conciencia
pública del más peligroso de los mitos, puesto que por casi dos siglos le había
servido de transmisor al virus del militarismo, bien sea intencionalmente
inoculado por los gobiernos autocráticos, bien sea inadvertidamente invocado
por los gobiernos democráticos.
Hecha estas comprobaciones, se nos planteó el hacerlas confluir con los
signos favorables a la recuperación del fundo, que se advertía en los restos
que habían sobrevivido al ensañamiento destructivo, con los valores que no solamente habíamos
preservado y defendido en los tiempos aciagos, sino celosamente cultivado
íntimamente y activado de manera reiterada. Al correlacionar lo involuntariamente
legado por los usurpadores de la soberanía popular, con lo voluntariamente
preservado por quienes nos mantuvimos fieles a esa soberanía, quedó claramente
restablecida la confianza histórica en la democracia, entendida y practicada
como laboriosa procura del orden libremente consentido, y de la eficiencia
responsablemente controlada; ambos dentro del respeto del ejercicio de la
soberanía popular como principio legitimador de la convivencia de los
habitantes de una república que había sido abusivamente tratada como un fundo,
del que se había apropiado dolosamente una gavilla de militares y civiles
serviles que tan sólo habían logrado demostrar que les calzaba el haberse
revelado como hombres nuevos con hambres viejas.
Caracas, 10 de mayo de 2008.
DR CARRERA, ME GUSTARIA SABER COMO ME PONGO EN CONTACTO CoN USTED POR INTERNET PARA HACERLE 5 RPEGUNTAS ACERCA DE SIMON BOLIVAR QUE ME HAN PREOCUPADO SERIAMENTE Y CREO QUE USTED ES LA PERSONA INDICADA PARA DISIPARME ESAS DUDAS HISTORICAS QUE TENGO DESDE QUE RA ESGTUDIANTE D EPRMAFRIOA, SECUNDARIA Y EN LA UNIVERSIDAD. MI CORREO ES cesardelgado286@gmaIl.com Envíeme el suyo, por favor, para hacerle llegar las preguntas. Gracias por su amable atención. César Delgado F
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