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lunes, 29 de agosto de 2016

“El proceso de paz en Colombia, mi posición” Por Alfredo Alejandro Cabrera


“El proceso de paz en Colombia, mi posición” 
Por Alfredo Alejandro Cabrera

¿Por qué en Colombia no hay grandes fiestas en las calles? Esta es la pregunta que más le he oído repetir a todos los periodistas, incluso neogranadinos, en los medios de comunicación.  Un país dividido puede ser la premisa más acertada que han llegado a elaborar estos reporteros sobre la situación de nuestro país vecino.
La respuesta a lo primero, para mí, es evidente. No hay nada que celebrar. El fin de una guerra no anunciada entre gentes de un mismo pueblo no es un hecho que amerite jolgorio. Es un episodio dantesco que marcó la historia de Colombia y de América Latina y uno de los últimos remanentes de aquella planta insolente de la revolución mundial exportada por los soviéticos.
Fueron cincuenta años de conflicto armado del que manaron ríos de sangre y lágrimas de las madres colombianas, que, por si fuera poco, aún depende de una veleidosa consulta popular para materializar su final definitivo. Y para que la paz no pueda pasar de esta barrera de voluntades, numerosas fuerzas políticas y sociales en Colombia luchan para que el acuerdo que, tras cuatro años, redactaron guerrilla y gobierno no sea ratificado por la República.
Con un Sí No, los ciudadanos darán su voto para refrendar o negar el acuerdo de paz el próximo dos de octubre.  Y pese a que nosotros, muchos de nosotros, no dudaríamos en apoyar una postura u otra de ser colombianos, el país no se decide. Examinemos esos argumentos.
El gobierno del presidente Santos hace una campaña masiva por el , con el fin de lograr ratificar el acuerdo que logró su gobierno y llevar adelante la pacificación. La postura del gobierno es fuerte, es el fin de esos cincuenta sangrientos años de guerra, la indemnización a las víctimas y el desarme y disolución de la guerrilla.
La oposición, que propulsa el No es encabezada por el expresidente Uribe. Mantienen que el acuerdo no castigará a los guerrilleros por sus crímenes (cosa que es cierta) y que no tiene una política clara en tanto al desmantelamiento y penalización del negocio de narcotráfico que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (F.A.R.C.) operan y soportan.
El acuerdo, en suma, promete cierta impunidad a los líderes de las FARC, la reinserción de los soldados en la sociedad y derechos políticos al grupo paramilitar, una vez entrado en la vida civil. Las indemnizaciones a las familias parece que correrán por cuenta de las arcas del estado colombiano y no de los fondos guerrilleros y realmente, no están acabando con todos los grupos armados sino con el más grande y simbólico.
En resumen, es un mal acuerdo, uno en el cual los cincuenta años de atrocidades y las decenas de miles de víctimas se convierten en un crimen sin castigo. Con todo y eso, si yo fuese un colombiano, aun acudiría a las urnas a votar por el .
¿Pese a ser un mal acuerdo? ¿Pese al crimen sin castigo? Sí. ¿Por qué? Porque como dijo Erasmo de Rotterdam, una paz desventajosa es mejor que la guerra más justa. Sé que esto suena a cliché, o frase hecha y trillada para justificar algo insostenible.  No cualquier paz parece mejor que la lucha, más cuando entramos en las consideraciones maniqueas del bien contra el mal.
Y mucho menos cuando parece que son los malos del cuento, las FARC en este caso, los que salen lisos después de tales crímenes. Es frustrante, injusto y genera una enorme impotencia pensar que los perpetradores de los crímenes que afectaron a más de doscientos mil colombianos salgan libres.
Pero pensemos en algo, cincuenta años de guerra entre un estado con todos sus recursos y una paupérrima organización paramilitar no fueron suficientes para doblegarla. Todo el poder de Colombia y sus aliados no pudo detener a las FARC, en un escenario donde cualquier intento de intervención directa derivaría en un resultado tan mortíferamente fútil como la guerra de Vietnam.
En Venezuela aprendimos esa lección, pacificamos y pactamos antes de ir a un conflicto que era de nunca acabar. Rechazar el acuerdo y volver a la guerra puede significar, incluso con las FARC tan debilitada como la pintan, dos o tres décadas de violencia más.
Y si bien es injusto con las víctimas del conflicto, entrar en otros treinta años de guerra no los traerá de vuelta, ni borrará el dolor de sus familias. Ni siquiera saciará su sed de venganza, pues el laberinto de la lucha armada no tiene salida, nunca los bajarán de las sierras sin contar con la voluntad del enemigo. El gobierno colombiano ya no puede hacer nada por aquellos que se han ido.
Pero si puede hacer algo y es su deber, además, velar por las vidas de aquellos que todavía siguen aquí, vivos, ilesos y sanos. La paz es una mala paz, es terrible, pero es la única manera de asegurarnos que ningún otro colombiano sea víctima de esta guerra. Es insensato arriesgar la vida de todos los demás para vengar las de aquellos que, por triste que sea, ya no están.
No es una lógica fácil de aceptar, doscientas mil personas es una cifra monstruosa. Pero para mí, el  es la única manera de evitar que sean cuatrocientas mil, o más. Por eso le digo  a la paz. Colombianos, piensen en sus hijos, en su presente y en su futuro, no lo sacrifiquen por vengar un pasado que no ha de regresar.

Alfredo Alejandro Cabrera
Caracas, 29 de agosto de 2016



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