“El proceso de paz en Colombia, mi posición”
Por Alfredo Alejandro
Cabrera
¿Por qué en Colombia no hay grandes fiestas en las calles? Esta es la
pregunta que más le he oído repetir a todos los periodistas, incluso
neogranadinos, en los medios de comunicación. Un país dividido puede
ser la premisa más acertada que han llegado a elaborar estos reporteros sobre
la situación de nuestro país vecino.
La respuesta a lo primero, para mí, es evidente. No hay nada que
celebrar. El fin de una guerra no anunciada entre gentes de un mismo pueblo no
es un hecho que amerite jolgorio. Es un episodio dantesco que marcó la historia
de Colombia y de América Latina y uno de los últimos remanentes de aquella
planta insolente de la revolución mundial exportada por los soviéticos.
Fueron cincuenta años de conflicto armado del que manaron ríos de sangre
y lágrimas de las madres colombianas, que, por si fuera poco, aún depende de
una veleidosa consulta popular para materializar su final definitivo. Y para
que la paz no pueda pasar de esta barrera de voluntades, numerosas fuerzas
políticas y sociales en Colombia luchan para que el acuerdo que, tras cuatro
años, redactaron guerrilla y gobierno no sea ratificado por la República.
Con un Sí o No, los ciudadanos darán
su voto para refrendar o negar el acuerdo de paz el próximo dos de
octubre. Y pese a que nosotros, muchos de nosotros, no dudaríamos en
apoyar una postura u otra de ser colombianos, el país no se decide. Examinemos
esos argumentos.
El gobierno del presidente Santos hace una campaña masiva por el Sí,
con el fin de lograr ratificar el acuerdo que logró su gobierno y llevar
adelante la pacificación. La postura del gobierno es fuerte, es el fin de esos
cincuenta sangrientos años de guerra, la indemnización a las víctimas y el
desarme y disolución de la guerrilla.
La oposición, que propulsa el No es encabezada por el
expresidente Uribe. Mantienen que el acuerdo no castigará a los guerrilleros
por sus crímenes (cosa que es cierta) y que no tiene una política clara en
tanto al desmantelamiento y penalización del negocio de narcotráfico que las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (F.A.R.C.) operan y soportan.
El acuerdo, en suma, promete cierta impunidad a los líderes de las FARC,
la reinserción de los soldados en la sociedad y derechos políticos al grupo
paramilitar, una vez entrado en la vida civil. Las indemnizaciones a las
familias parece que correrán por cuenta de las arcas del estado colombiano y no
de los fondos guerrilleros y realmente, no están acabando con todos los grupos
armados sino con el más grande y simbólico.
En resumen, es un mal acuerdo, uno en el cual los cincuenta años de
atrocidades y las decenas de miles de víctimas se convierten en un crimen sin
castigo. Con todo y eso, si yo fuese un colombiano, aun acudiría a las urnas a
votar por el Sí.
¿Pese a ser un mal acuerdo? ¿Pese al crimen sin castigo? Sí. ¿Por qué?
Porque como dijo Erasmo de Rotterdam, una paz desventajosa es mejor que la
guerra más justa. Sé que esto suena a cliché, o frase hecha y trillada para
justificar algo insostenible. No cualquier paz parece mejor que la lucha,
más cuando entramos en las consideraciones maniqueas del bien contra el mal.
Y mucho menos cuando parece que son los malos del cuento, las FARC en
este caso, los que salen lisos después de tales crímenes. Es frustrante,
injusto y genera una enorme impotencia pensar que los perpetradores de los
crímenes que afectaron a más de doscientos mil colombianos salgan libres.
Pero pensemos en algo, cincuenta años de guerra entre un estado con
todos sus recursos y una paupérrima organización paramilitar no fueron suficientes
para doblegarla. Todo el poder de Colombia y sus aliados no pudo detener a las
FARC, en un escenario donde cualquier intento de intervención directa derivaría
en un resultado tan mortíferamente fútil como la guerra de Vietnam.
En Venezuela aprendimos esa lección, pacificamos y pactamos antes de ir
a un conflicto que era de nunca acabar. Rechazar el acuerdo y volver a la
guerra puede significar, incluso con las FARC tan debilitada como la pintan,
dos o tres décadas de violencia más.
Y si bien es injusto con las víctimas del conflicto, entrar en otros
treinta años de guerra no los traerá de vuelta, ni borrará el dolor de sus
familias. Ni siquiera saciará su sed de venganza, pues el laberinto de la lucha
armada no tiene salida, nunca los bajarán de las sierras sin contar con la
voluntad del enemigo. El gobierno colombiano ya no puede hacer nada por
aquellos que se han ido.
Pero si puede hacer algo y es su deber, además, velar por las vidas de
aquellos que todavía siguen aquí, vivos, ilesos y sanos. La paz es una mala
paz, es terrible, pero es la única manera de asegurarnos que ningún otro
colombiano sea víctima de esta guerra. Es insensato arriesgar la vida de todos
los demás para vengar las de aquellos que, por triste que sea, ya no están.
No es una lógica fácil de aceptar, doscientas mil personas es una cifra
monstruosa. Pero para mí, el Sí es la única manera de evitar
que sean cuatrocientas mil, o más. Por eso le digo Sí a la
paz. Colombianos, piensen en sus hijos, en su presente y en su futuro, no lo
sacrifiquen por vengar un pasado que no ha de regresar.
Alfredo Alejandro Cabrera
Caracas, 29 de agosto de 2016
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